Se considera que el conejo
europeo es el animal que más daño ha causado al medio australiano. ¿Pero cómo
llegó este y cuando comenzó la lucha para controlarlo?
El conejo común incursionó en
Australia en 1859 entrando por el extremo sudoriental. Importado para el
entretenimiento de unos cazadores de la zona. Mientras que a este mamífero le
tomó nueve siglos colonizar las islas británicas, en solo cincuenta años abarcó
en Australia una extensión equivalente a más de la mitad de Europa. Avanzó a
100 kilómetros anuales gracias al factor reproductivo: una hembra adulta tiene
hasta 40 crías al año. Fue el índice de crecimiento más veloz jamás visto en un mamífero colonizador de
cualquier parte del mundo. Los efectos fueron devastadores.
Los invasores acabaron con los
pastos de los animales autóctonos. Se les achaca la extinción de muchas
especies nativas, e incluso se les culpa de haber arrasado los bosques.
Cierto investigador dijo que
éstos se comían los retoños de los árboles, así que cuando los ejemplares adultos morían, no quedaban
nuevos árboles para tomar su lugar.
Los australianos los combatieron
con balas, trampas y venenos. Intentaron frenar su avance levantando la famosa
valla a prueba de conejos, una cerca de 1.830 kilómetros que atraviesa el
estado de Australia Occidental. Pero nada parecía contener al invasor.
Para el año 1950, se calculaban
unos 600 millones de individuos; se lanzó un contraataque con un arma
biológica: la mixomatosis. Esta enfermedad viral, que se transmite por
mosquitos y pulgas y que solo ataca a los conejos, causó 500 millones de bajas
en solo dos años. Pero estos mamíferos pronto se hicieron resistentes. Así, en
la década de 1990, su número se había disparado a unos 300 millones.
En 1995, Australia lanzó su
segunda arma biológica: la enfermedad hemorrágica del conejo. El primer brote
se produjo en China en 1984. A Europa llegó por el año 1998, y en poco tiempo
acabó en Italia con 30.000.000 de conejos domésticos. Para la cunicultura
europea, aquellas fueron malas noticias, pero buenas para los agricultores y
ganaderos australianos: al cabo de dos meses, el virus terminó con 10.000.000
de individuos. Al parecer, se limita a atacar al conejo, que muere de treinta a
cuarenta horas después de la infección y sin señales visibles de sufrimiento.
Para el año 2003, la enfermedad hemorrágica había diezmado las filas invasoras
de muchas regiones áridas de Australia en un 85% o más.
La eficacia de esta nueva arma
complace a ecologistas y granjeros, pues ha librado a la economía nacional de
un gasto anual de 600 millones de dólares australianos. Con todo, todavía están
por verse los efectos a largo plazo de esta enfermedad en la resistente
población de conejos australianos, así como el desequilibrio ecológico.
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